“Saquen mi cuerpo, sepúltenlo en tierra bendita, así ya no volveré a importunarlos”
Froilán Meza Rivera
lunes, 05 junio 2023 | 05:00Las tres mujeres apenas daban crédito a lo que escuchaban. Era una clara voz surgida de la nada, una voz fuerte y demandante que ordenaba al pobrecito de Lorenzo, lo que había que hacer.
“Saquen mi cuerpo, sepúltenlo en tierra bendita, así ya no volveré a importunarlos”. Ese fue el único reclamo, la voluntad única de aquel espectro que, por otro lado, se había mostrado muy insistente en su petición. Tal es el reclamo de muchos espíritus que se quedan atrapados en un misterioso reino intermedio entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Dicen que así es como se hacen los fantasmas, que no son más que almas atoradas aquí por cuentas pendientes.
Apenas hacía dos semanas que estas mujeres: la madre y dos hijas, habían llegado al pueblo, y eran al parecer otra más de aquellas familias que los movimientos revolucionarios y la Guerra Civil habían dejado sin hombre cabeza de familia, y sin fortuna. Llegaron ellas a Guerrero ofreciendo sus habilidades para las labores de aguja, y esta casona les fue dejada gratuitamente para que la habitaran a cambio sólo de que la arreglaran y no la dejaran caer.
Vivió aquí, hacía ya varios años, un señor llamado don Juan Ramón, hombre muy rico y algo avaro al que la vida lo fue dejando solo, puesto que la esposa y los hijos se le murieron uno por uno. Él abandonó su hacienda campestre y se vino a la casona, donde se atendía él mismo en alimentos, aunque salía nomás que a la tienda de en seguida y a llevarle su ropa de lavar a una vecina.
Cuando el tendero y la lavandera lo echaron de menos, ya el señor tenía varias semanas sin salir ni dar señales de vida, fue entonces que un juez accedió a que fuera abierta la casa, donde no encontraron a nadie, pues el hombre había desaparecido y no hubo cadáver que rescatar para la tumba.
Un alegado pariente de don Juan Ramón se quedó con la casona al cabo de cierto alegato jurídico, pero no duró mucho ahí, pues adentro de aquella casa inmensa, con sus grandes estancias y sus pasillos oscuros, —contaban los lugareños— se paseaban varios fantasmas por los corredores.
Un vecino se quedó con la encomienda de prestar la casa a quien se atreviese a vivir ahí.
Pasaron por la casa muchos inquilinos en pocos años, puesto que duraban sólo unas semanas, al cabo de las cuales salían huyendo. Todos coincidían en que a eso de las doce de la noche se escuchaban ruidos raros y lamentos pavorosos, en que las puertas se abrían solas rechinando y crujiendo sobre sus goznes, y que por encima de todo esto, dominaba una voz lúgubre que decía:
“Aquí está Juan”.
“Aquí está Juan”, repetía.
Para el tiempo en que las mujeres llegaron al pueblo, se llevaron a vivir con ellas, para que les hiciera compañía, a un pobrecito tonto que vagaba por las calles, y le asignaron un cuarto de aquella casa.
Fue el tontito, llamado Lorenzo (Lencho, le decían), a quien se dirigió la voz en una noche en que las mujeres habían sufrido el pandemonium de los ruidos y lamentos, rechinidos y la voz que clamaba “Aquí está Juan”. A él habló el espectro, y le dio instrucciones mientras que las mujeres estaban a un lado, espantadas y expectantes:
“Aquí está Juan”.
“¿Y quién es Juan?”, preguntó el simple.
“Soy yo, Juan Ramón, el dueño de esta casa”, respondióle la voz.
“Quiero que me escuches bien. Has de saber que en la pared que divide esta pieza de la otra que queda al norte, hay dos tabiques simulando un hueco... allí está mi cuerpo ya momificado, y allí está una caja conteniendo mi capital, reunido con los trabajos de toda una vida, sáquenlo ustedes, que yo se los regalo y nadie tendrá derecho a reclamarlo”.
Así hicieron las mujeres, y descubrieron una pieza reducida en la que apenas cabía el cadáver de aquel don Juan y un baúl lleno de dinero. Se preguntaron que cómo habría llegado hasta ese lugar el señor, y vieron que había una escalera colocada debajo de un hoyo que daba a una parte detrás de la casa, donde se disimulaba una entrada debajo del brocal del pozo, que conducía hasta el cuartito mediante un estrecho pasadizo.
Concluyeron que el infeliz se habría introducido por el pasadizo y, ya adentro, habría sido víctima de un síncope o un ataque al corazón.
Dieron formal sepultura a los restos y disfrutaron de manera muy discreta de la riqueza que les fue otorgada, así como de aquella casona que, en adelante, ya no presentó motivos de disgusto ni espanto a sus moradores.