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Froilán Meza Rivera
sábado, 27 mayo 2023 | 05:00¿Qué historias humanas hay detrás de los rostros y las figuras de los hombres y mujeres que frecuentan la Placita Maceyra, el parque más pequeño y humilde del centro de la gran ciudad?
Aquí, entre los olivos y los truenos que en esta época del año ya empiezan a dar fruto, encuentran provecho y cobijo los vendedores de accesorios automotrices, los “parqueros” del clásico “ahí se lo cuido, jefe”, los infaltables vagos, los ancianos desocupados y sus amigas las prostitutas envejecidas y devaluadas. En las bancas de concreto también se tienden a todo lo largo los borrachines que con el sueño reposan los avatares del alcohol.
Y diariamente pasa por aquí, con rumbo al barrio de San Pedro, “El George”, de quien todos tienen lástima, por sus piernas plagadas de llagas abiertas que, lejos de cicatrizar, se abren más y más y carcomen la carne del infeliz. Ayer se arrastró él por estos adoquines, y vimos cuánto le costaba al pobre desplazarse con sus muletas apoyando apenas su pierna izquierda, la menos dañada.
Cada día, en lo que cae la tarde bajo la sombra del hotelito cercano, pero antes de que azote aquí la plaga nocturna de los borrachos y drogadictos que vienen a las cantinas, comienzan los viejos sus oscuras historias de espantos y de tragedias.
Cuentan los viejos la historia de la búsqueda del famoso tesoro del Cerro Azul, del que se dice que está formado por toneladas de monedas de oro y plata.
Don Jorge Espinoza, el padre del “George”, quien cuando no está enfermo en cama es un asistente asiduo a las sombritas del Maceyra, hizo un trato un día con Miguel García Ortega.
Ortega es un anciano parlanchín quien asegura que sabe dónde está el tesoro. Según el trato, irían ambos viejos a la sierrita y sacarían a cubetadas todas y cada una de las codiciadas monedas, para repartirlas por partes iguales.
Hace apenas dos años, cuando “El George” estaba sano y era un treintañero pleno de energías, y todavía trabajaba con el Municipio limpiando parques, discutió en una ocasión con don Miguel García:
“Pues usted, ¿cuándo ha tenido apuro?”
“No sea pendejo, muchacho, yo el trato lo tengo con su padre, no con usted, y no me tiene que hablar así, que no somos iguales, respéteme”.
“Orale, vejete, no se me ponga tan marrusco, yo nomás le digo que me desespero de que no haya acción... ¿cuándo se va a hacer el bisnes? Usted nomás pone un pretexto, y pone otro: que si la pierna, que si la garganta, que la chingada, total, que el pinche viajecito nomás no se hace”.
“Pues entonces, ¿por qué no va usted y saca el tesoro?” -lo retó el viejo, encorajinado al rojo vivo.
Y así fue cómo “El George”, con la fuerza de su juventud, tomó como suyo el reto, y partió el siguiente fin de semana a las cuevas del Cerro Azul. Iba él en compañía de tres amigos, e iban provistos de lámparas de carburo, de agua y de comida suficiente para dos días.
Él mismo relató que, cuando llegaron a la cueva marcada con los símbolos que le revelaron sus mayores, había ahí una reja de hierros, como se indicaba.
Bajaron pues, y al descender por la rampa hacia la profundidad, el camino se dividió en dos túneles, y como en el mapa original no se describe ninguna bifurcación, decidieron ellos ahí mismo, que se iban a dividir en dos equipos.
“Bajábamos, pero se nos iba acabando el aire para respirar, y las lámparas difícilmente se mantenían prendidas”.
Era la gravedad, diagnosticó el muchacho. Y sin tesoro, con las manos vacías, decidieron regresar, pero en el camino, a “El George” le salieron unos diminutos fantasmas que eran como luciérnagas que volando brillaban de color rojo.
Los espectros, que maniobraban en el aire caprichosamente, y aún atravesaban a las personas, se le prendieron a “George” como sanguijuelas. Cuando trató de arrancarse los bichos, él nunca pudo tocarlos, pero sí logró hacerse daño y se le infectaron los piquetes.
A partir de ese incidente, al pobre muchacho se le llenaron de llagas las piernas, y el hecho lo tomó él como una maldición, o como él mismo dice, “un castigo a mi codicia”.