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‘Para que ya no sufriera’

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Froilán Meza Rivera

jueves, 25 mayo 2023 | 05:00

Varias hileras de esqueletos de niños no nacidos fueron descubiertas por la pala y el azadón, cuando un equipo de trabajadores escarbaba las tapias del antiguo convento, para empezar a construir en el lugar una escuela.

Como todo lo que en este mundo sufre de falta de cuidados, el convento de Tubutama, Sonora, abandonado y sin mantenimiento, se empezó a caer poco a poco, hasta que sus tapias quedaron irreconocibles e irrescatables.

Era el convento de paredes muy gruesas, como de un metro según los testimonios de quienes conocieron el edificio, y aseguran que mucho del antiguo material de tierra, así como piedras de los cimientos, fue utilizado para la nueva escuela, hace ya más de 65 años.

A los viejos, sus padres les hablaban de que cuando el convento se quedó sin moradoras, varios personajes de la localidad emprendieron búsquedas intensas, entre las estancias y patios del edificio, para localizar un fabuloso tesoro que, aseguraban, había quedado enterrado en algún punto muros adentro.

Les contaban también de que en altas horas de la noche, se escuchaban llantos y risitas de niños muy pequeños -aseguraban que eran los nonatos- así como unos lamentos de mujer dolorida que se mezclaban y confundían con los ruidos traídos del pueblo por el aire en noches cálidas de verano.

Las noches de Tubutama estaban en general, pobladas de espantos, ruidos e historias de sangre y muerte.

Me contó mi madre en una ocasión en que la encontré dispuesta a hablar del pasado, que su padre, mi abuelo, un hombre muy poco dado a prestar oído a historias de espantos, se topó una vez con un espectro. Mi abuelo venía del molino caminando, poco después del atardecer, y se le atravesó a cierta distancia en el camino, un indio, al que el hombre reconoció como el mítico indio que la gente decía que se aparecía en esos sitios.

Supo al instante mi abuelito, que el indio no era de este mundo, porque donde atravesó estaban unas matas de garambullo, arbustos espinosos tan tupidos, que sólo un ratón hubiera podido pasar sin problemas al nivel del suelo, pero nunca un hombre.

Era la aparición un indio vestido de manta, a quien la tradición en Tubutama identifica como quien sacrificó el 21 de noviembre de 1751 al misionero jesuita alemán Heinrich Ruhen.

Cuentan que el día 20 de aquel lejanísimo año, el padre Juan Nentuig se encontraba tomando su desayuno en la pequeña iglesia de Sáric, cerca de Tubutama, cuando le avisaron que iba a haber una sublevación indígena. Dos mujeres y un niño habían sido enviados por el padre Jacobo Sedelmayer para informarle del inminente ataque de Luís del Sáric.

Los jefes del ataque, llamados Luis del Pitic y Luis de Sáric, acometieron contra Sáric y contra la misión de Tubutama y las víctimas se totalizaron en más de cien españoles victimados durante la rebelión.

Al padre Ruhen lo atravesaron con flechas a través de la ventana de su alcoba y, como lo dieron por muerto, lo abandonaron en un charco de sangre. Las heridas del jesuita eran mortales, pero tuvo todavía las fuerzas para salir de su choza, con la intención tal vez de esconderse, pero como estaba malherido, cayó de rodillas y se agarró al tronco de un mezquite para mantenerse erguido, y ahí esperó su fin.

Al atardecer, unos indios lo encontraron ahí, y uno de ellos le destrozó el cráneo con una piedra.

Dicen que el indio que le asestó el último golpe a Heinrich Ruhen, se refugió después en Tubutama, se convirtió al cristianismo y permaneció por mucho tiempo en la misión. Cuando le preguntaban por qué lo había matado, decía: “Lo hice porque vi que el buen hombre estaba sufriendo mucho y no podría vivir más”.