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Se escurría como gas

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Froilán Meza Rivera

sábado, 30 septiembre 2023 | 05:00

En aquella casona fría negada al Sol, la muerte de una de las propietarias, la señorita Adela González Soto, intrigó a la gente del Valle de Allende, porque nadie se explicaba cómo y por qué había podido fallecer durante la noche, tan sana como se veía la mujer.

“Oiga, y su hermana, ¿no se habrá quedado con la chimenea prendida? ¿No se le habrá devuelto el humo y se ahogó?”.

“Oiga Cholita, yo platiqué con su hermana hace unos días, y ella se quejaba de que cuando había ráfagas de viento, se le llenaba de humo la estancia, como si la chimenea tuviera algún desperfecto”, dijo Marcial Montes, el comisario, con la idea de que estaba a punto de descubrir el misterio. Así quedó el asunto, aparentemente resuelto, y después de las exequias, a Soledad le quedó la encomienda, hecha por don Marcial, de que mandara limpiar la chimenea.

Así, pues, una mañana, la señorita González llamó a gritos a unos chamacos que pasaban, y les encargó que se subieran con escalera a lo alto de la chimenea, por la parte de afuera, y que picaran con un palo dentro de la tronera.

“A ver si así se limpia esa plasta de hollín”.

Encarrerados en la tarea, uno de ellos sintió que su palo topaba con algo duro, se asomó y como no pudo ver nada, siguió golpeando el obstáculo hasta que ambos escucharon que algo cayó adentro junto con el hollín, y que se rompió con estruendo. Ellos y Cholita vieron que lo que había caído era una ollita de barro, ennegrecida de hollín, y que se habían desparramado muchas piezas metálicas renegridas también. Eran “unos fierros” de forma irregular, que los niños se metieron en los bolsillos y que se llevaron después de que Soledad González les hubo dado un tostón de propina a cada uno.

Corrieron los chamacos a comprar dulces y a jugar a la rayuela con aquellas sucias piezas de metal.

En casa, el padre de ellos, Marco Antonio Rodríguez, eterno busca-tesoros obsesionado con el oro y las riquezas, pobretón inconforme con su suerte, se quedó helado al escuchar el inconfundible tintineo de aquellas monedas.

Sin decir nada, tomó uno de aquellos “fierros”, y lo caló, calibró mentalmente no sólo la “ley” de la moneda, sino su peso y su precio aproximado en el mercado. Y mentalmente también, multiplicó aquel valor por la suma de todas las 67 piezas que la providencia había puesto en su camino.

“¿De dónde las sacaron?”. Y ellos le dijeron. El personaje se presentó con todo desparpajo en la casa de las señoritas González, tomó el resto de las monedas españolas de oro, otras cincuenta, y sólo dijo a Cholita: “A usted no le va a faltar nada mientras viva, de eso me encargo yo”. Y se fue.

“Ah, cómo será usted guaje, Cholita, con todo el respeto que le tengo, pero ¿cómo se dejó envolver? ¡Ah, qué carajo mi compadre, cómo salió vivo! ¡Ya ni la amuela!”.

“Pues sí, Marcial, pero yo ni cuándo iba a saber que ahí estaba ese tesoro, y ya ve que por lo menos nada me va a faltar en lo que me reste de vida”, dijo la mujer, inconforme de alguna manera, pero resignada.

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