Local

Una terrible venganza

Para las ancianas de martes santo y días de guardar, se trataba del mismísimo diablo

Froilán Meza Rivera

martes, 28 marzo 2023 | 05:00

Era aquél un individuo de raza eslava, quizás, un ejemplar de hombre que masticaba algunas palabras en algo que pretendía ser español sin llegar a serlo. Su apariencia era intimidante porque era alto y corpulento como un oso, amenazante como un guerrero feroz sin patria y sin bandera. Alto, muy fuerte en apariencia, de cabello castaño claro, sucio y desaliñado, de ojos glaucos y barba rala, muy descuidado en vestir los harapos que traía colgando y que sujetaba con un ancho cinturón negro de piel con remaches metálicos.

Yo lo vi. Lo encontramos un día cuando regresábamos a la ciudad, en el recodo de un arroyo, a la sombra de uno de aquellos pinos que había respetado el hacha exterminadora.

Para decirlo en los términos de don Salvador Prieto Quinter, parralense autor del relato, pudiera ser un infeliz paria sin hogar y al que la marea borrascosa del destino inclemente, inflexible, arrojó a nuestro país.

Sin conocer nuestro idioma, ni el ambiente, aguijoneado por el hambre y por el doloroso tormento del destierro, se internó tal vez sin esperanza en la sierra de altos pinos, donde encontró al compañero con el que se ganaba el pan. Plashnek le llamaba al oso, del que se adueñó siendo un cachorrito indefenso y tierno.

Durante el día, Plashnek iba por la ciudad, encadenado y con un recio cabresto en cuello y cabeza, con su “amo” detrás de él provisto de un grueso garrote, que no dudaba en usar en contra del animal. Iba el oso, que era enorme y plateado, con una especie de cobija en la espalda, un chaleco como el del hombre y un sombrero aparentemente de fieltro en los últimos estadios de decadencia sombrereril. Andaba el infeliz con un pandero atado a su mano izquierda, y al ritmo de los golpes, que no de música, interpretaba una especie de grotesca danza circular, acompañada de los tintineos de su instrumento involuntario.

La llegada del gigantón desató en Parral una serie de versiones, de temores, rumores y relatos diversos que hoy son leyenda.

Para las ancianas de martes santo y días de guardar, se trataba del mismísimo diablo.

Para los niños y jóvenes varones, era obligado realizar una incursión al campamento del “gigante y el oso”, esperando quizás descubrir algún rito satánico, o presenciar desde la penumbra cómo aquel hombre de ojos extraños y fuerza sobrenatural, destrozaba a las víctimas que atrapaba en Parral, y devoraba cruda su sangre y bebía su sangre.

Algún comerciante viajero que se ausentó de la ciudad, vagabundos errantes de la comarca, fueron señalados como seguros desaparecidos, y hasta los gendarmes acudieron en una ocasión a interrogar formalmente al gigantón, sin haberse atrevido -por supuesto por culpa del miedo- a acusarlo de nada.

Contaba don Salvador, con su prosa excelente, que en una ocasión en que estaban hombre y animal en su espectáculo callejero, hizo el gigante sonar la pandereta y empuñó el garrote en forma amenazadora. La noble fiera se levantó sobre los cuartos traseros y comenzó a bailar pesada y lentamente, hasta que terminó, para volver a su posición natural de cuatro patas. El hombre gritó algo, entre enajenado y furioso, pero el oso no se movía.

El eslavo le dio un fuerte tirón a la cadena y lastimó la nariz del oso. Encolerizado, le propinó un brutal garrotazo en la nariz, porque el animal se irguió, equivocadamente, sobre sus patas delanteras. Lo hizo entonces rodar por la tierra como herido por un rayo, y esto provocó un rumor de indignación y lástima entre los espectadores.

La fiera, convertida en un guiñapo, en un corderito indefenso, escondió sus manos aullando de dolor, y el verdugo, convertido en una fiera humana, se abalanzó a golpear aún más a la vapuleada criatura. Pero un brazo poderoso se lo impidió: era uno de los hijos de don Luis Pérez, herrero fuerte y valeroso, quien zarandeó a la fiera humana y la hizo aterrizar de espaldas.

Se hizo un silencio larguísimo y profundo, en tanto que el oso seguía en tierra, como inconsciente. Se levantó después, aún sangrante, y siguió a su martirizador hacia las afueras.

Nunca más se les volvió a ver, y dejaron detrás sólo las narraciones de sus hechos, y las leyendas.

“¡Pobre Plashnek! ¡Quién sabe qué bárbara e inmotivada venganza te espera esta noche, atado, indefenso ante la furia feroz de tu verdugo! Y tú, hombre cruel y desalmado, ¿quién eres y de dónde has venido?”. Así pensamos, tristes, aquellos parralenses invadidos de desesperanza ajena en aquella hora.