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Alfredo Espinosa
domingo, 17 febrero 2019 | 01:04El amor es una de las experiencias que más conmocionan. Nadie sale ileso de ese trance, porque el amor obliga, atropelladamente o sucediéndose una tras otra, a que participen todas las emociones humanas. El amor es el reino de las paradojas y de las contradicciones. Nadie lo puede definir, pero cualquiera que lo haya vivido, lo reconoce.
Para que el amor se dé necesita de una gran cantidad de ilusión, que es, por definición, una distorsión del objeto real, porque suele fundarse sobre sueños y deseos, carencias y vacíos, imposibilidades, fragilidades, fracasos personales, arrebatos, alegatos que contradicen el sentido común, apuestas contra el destino. La realidad, en cambio, siempre estará dispuesta a dinamitarlo, obstaculizarlo, ponerle trampas hasta hacerlo morder el polvo.
Sin embargo, sea relampagueante o cultivada la forma con que el amor se presenta, ésta no define su evolución, su perdurabilidad, ni predetermina el desenlace de las historias.
Por más que se le resista, el amor trastoca el prudente modo de comportarse, la sensatez civilizada que hemos aprendido para relacionarnos con los otros. El amor seduce y cautiva, pero también altera y perturba, y con no poca frecuencia lo que pretendimos vivir como un sueño, se convierte en una aterradora pesadilla.
El amor involucra todo el ser: perturba las emociones, altera el pensamiento, desestabiliza las convicciones, desenjaula los instintos, enferma ciertos órganos, embriaga los sentidos. Dure un día o toda la vida, sea real o fantasioso, sea producto de un flechazo o de una ardua construcción, el amor posee las mismas características esenciales. Sin embargo sus variaciones, matices, dimensiones, historias peculiares, lo convierten en un asunto complejo que lo único que permite o exige es vivirlo. La experiencia amorosa la vivimos como marionetas que participan en actos cómicos, luego en trágicos, comedias de enredos, culebrones cursis, farsas bufas, pero siempre fuera de control de nosotros mismos y en manos de un sino cuyo talante resulta, ciertamente, voluble.
La experiencia amorosa suele ser tan impactante y desestabilizadora que, luego de conocer sus estragos, intentamos rehuirla conscientemente, protegernos de ella, combatirla, o cínicamente negarla. De algo sirve la experiencia pero el amor no causa inmunidad. Su veneno puede, incluso, resultar adictivo.
La infidelidad y el amor
El descubrimiento de la infidelidad no sólo pone en evidencia esa otra relación sino las deficiencias que ha ido arrastrando y acumulando la pareja original. ¿Qué busca quien traiciona? ¿Hacerse amar, divertirse, acompañarse, revitalizarse, trasgredir códigos, agredir y agredirse? Parece que las razones son más profundas y casi siempre oscurecidas a la conciencia de la persona desleal. Y tienen que ver con el deseo de no anularse en el otro, de salvar la individualidad, buscar desvincularse de una determinada pertenencia, e intentar crear un nuevo espacio de identidad.
La infidelidad, aunque casi nunca se justifica, casi siempre se explica a partir del deterioro de las distintas áreas del amor: la comunicación, el cuidado, la pasión…
La infidelidad suele ser un viaje fuera del nosotros, sin las obligaciones sociales, más allá de los propios preceptos religiosos, para recuperar la libertad que nos permita respirar aire fresco, crecer, enriquecerse, buscar el conocimiento de sí mismo. Aunque se tenga que pagar un alto precio.
En ese viaje fuera del nosotros, que prescinde del nosotros, es al nosotros a quien traiciona, raramente traiciona al tú o al yo.
La infidelidad nos permite decirle adiós a un estado de seguridad, a una imagen que, quizá, sólo era social y no afectiva; a las proveedurías para desarrollar el proyecto familiar a costa de marginar las cosas del corazón.
La infidelidad traiciona, fundamentalmente al nosotros, a lo que Uno y Otro, tú y yo, somos juntos, y juntos hemos hecho. Eso que se ha ido construyendo, incluso sin conciencia de hacerlo, por los dos, con las rutinas y cotidianidades, discusiones y reconciliaciones, y que puede ser vivido como una tumba o como un infierno, o como ese matrimonio que se cree inamovible aunque se hunda en las arenas movedizas; o como un vacío tedioso, o una multitud solitaria. Eso es lo que se traiciona.
El deseo y el amor
El ser humano siempre está incompleto, ese es el origen de su búsqueda permanente. Cuando una persona se siente necesitada de amor está hablando de sus carencias y busca aquello que lo llene. En ese sentido busca completarse a sí mismo, y no necesariamente entregar a la otra persona lo que pueda ser capaz de dar. El amor es una falta, una falta en su doble sentido: una carencia y una transgresión. Y todo lo que mueve a las personas para conectarse con otras es siempre una demanda de afecto para colmar esa falta. En esa búsqueda puede existir la avidez y la voracidad.
El deseo puede llevar al amor; el amor desea siempre porque también es deseo. El deseo es polígamo y politeísta; el amor es monógamo, monárquico y monoteísta. Y ambos prodigan una cantidad desproporcionada de felicidad y dolor.
En el amor aunque no se concrete siempre se visualiza un proyecto de largo trecho, incluso para toda la vida; en la pasión, el otro es un enchufe para el placer; el otro no existe en su totalidad, sólo como instrumento de una fantasía o de una necesidad insatisfecha.
En el amor, la persona se demora en un sujeto. La mirada del que ama, de entre todas siluetas o sombras que pasan por su vida, o las figuras anónimas y pardas de su entorno, recorta a una sola imagen y la colorea. Esa persona se vuelve especial y única, y quiere conocerla a profundidad.
El deseo es efímero; el amor perdurable. Y en ambos está muy viva la raíz del dolor. Los cuerpos del deseo naufragan y en otros cuerpos encallan. Las almas vuelan, pero todas desean, en algún momento, arraigarse en alguien. El amor tiene que ver con la pertenencia. Las palabras del amor son las de la posesión: soy tuyo, eres mía; las del deseo “me la pasé muy bien”.
Pero ah, el delicioso ardor del deseo, esa exaltación del narcicismo. Sin embargo, el objeto del deseo no puede ser asido ni abandonado. Es imposible conservarlo y abandonarlo es intolerable. Es una droga de efectos inmediatos pero efímeros. Además, en el fondo, todo objeto erótico apuesta por ser un sujeto digno de ser amado.
El erotismo puede desear a una multiplicidad de objetos sin saciarse, pero tarde que temprano, por razones del todo incomprensibles, el ojo se fija en algunos que le son más apetecibles o asequibles. De estos, unos pocos podrán ser significativos para su vida.
El deseo va de prisa y sin rumbo, mientras que el amor es lento y preciso. El amor compromete toda la vida; el deseo se abandona a la intensidad del momento. El deseo une dos fuegos que, más temprano que tarde, consumen los cuerpos; en el amor el deseo persiste con un fuego apacible que no incinera a los cuerpos aunque puede anestesiarlos.
La pasión está de lado del salvaje y del bárbaro; el amor, del civilizado. La pasión suele ser hereje, loca, desviada; el amor suele ser prudente, transparente y respetuoso. La pasión es secreta aunque tempestuosa; el amor es público y domesticado.
La pasión obedece a una ley primitiva; el amor, por su parte, es una construcción, un proyecto común, la voluntad que involucra a dos. La pasión es una tentación; una creencia que nos convence que al vivirla nos exalta y nos revive, nos revitaliza. Es parte de nuestro destino trágico. El erotismo es la máscara tras la cual pretendemos escondernos del tedio de la vida y de la muerte.
El erotismo entre las personas que se aman es un nexo con la trascendencia en el sentido cósmico y divino: es la vinculación a la naturaleza, la acción indispensable para la reproducción y para la comunión, así sean éstas instantánea.
En el amor apasionado, el otro es un contacto, un testigo o un médium que asiste a la pérdida de sí mismo, al abandono del yo de ambos, y por tanto alguien que está ahí en nuestro renacimiento.
El sexo está al servicio de la procreación, el erotismo al del placer, y el amor al de la felicidad o plenitud.
Pero también es incuestionable que el veneno más eficaz contra el amor es el trato diario; ahí, se desmoronan las idealizaciones. Contrariamente a lo que se cree, no es la ilusión, sino la desilusión el principio de un amor verdadero.
De cualquier manera, cuando el amor ha tocado nuestro corazón, será una experiencia que perdurará toda la vida. Hace unos meses escribí este poema que confirma lo que digo: “Si algún día tuvieras la curiosidad/ de saber los hombres que he sido/desde que me abandonaste,/ son estos:/ 1.- un hombre, todavía joven, que manchaba/ de sangre las camisas, 2.- un borracho, /3.- un hombre enlutado, algo corcovo,/ 4.- una sombra, 5.- un hombre que/ traspasaba las paredes manteniéndose/ intacto. Pero ya todo ha pasado, /ahora soy 6.- un hombre que, / salvo dos tres besos, las noches/ en las que mejor ardí, el lunar que ya no tienes, / el olor de tu cuerpo entre las sábanas/ a las seis de la mañana, / te olvida”.