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José Luis García
lunes, 10 enero 2022 | 05:00Otra vez, de nuevo, la muerte está llamando a la puerta de nuestros hogares. Desde hoy, en una acción que se había previsto, no sólo la capital, sino todo el estado de Chihuahua entra al color naranja, en este semáforo epidemiológico al que ya le tenemos miedo, pero ni así hacemos un acto de conciencia social.
Creemos que no nos va a pasar. No a nosotros. Que le suceda al vecino, al conocido, incluso al familiar que vive lejos, pero no a nosotros. Cientos de contagios, decenas de muertes, nuevas restricciones y, en el recuento de los daños, los hospitales a reventar.
Los exámenes para detectar la presencia del virus se multiplicaron por miles. Las filas en farmacias y laboratorios fueron, esta semana, de locura. Pasadas las fiestas, las posadas, las vacaciones, entonces ahora sí llega la preocupación. Antes… antes no pasaba nada. En el amanecer del primero de enero de este año las cosas cambiaron.
Y de unos días para acá nos volvimos más sensibles, más solidarios, más responsables. Antes nos valió un comino abrazar, besar, saludar, romper con todos los protocolos de prevención… ¡las fiestas de diciembre! Decidimos creer más en el “no pasa nada”, que en el cuidado propio y el de los demás.
He sido, soy y seré, siempre, respetuoso de la diversidad de creencias. Incluso con aquellas que no coinciden con ninguna doctrina religiosa y, por consecuencia, rechazan la existencia de un Ser superior.
Creer es un asunto personalísimo, íntimo, de fe y, la fe, en el concepto más sencillo, es la confianza que tiene una persona en algo o alguien superior; y si creer es aceptar algo como verdadero, sin que sea tangible o comprobable científicamente, entonces la esperanza aparece irremediablemente.
¿Desde cuándo el hombre tiene la necesidad de creer en algo? Desde que cazaba en forma solitaria y recolectaba frutos. El miedo a un dios, llámese moralizante o mito por construcción social, generó una forma de sujetar al hombre primitivo al temor de algo que no podía ver.
Según un estudio de las universidades de Oxford, Connecticut y Keio, los dioses moralizantes aparecieron cuando las sociedades pequeñas evolucionaron junto con la inmoralidad y, ante la evidente reacción para frenar los males que aquejaban a sus comunidades, fueron persuadiendo a los habitantes de que un ser superior habría de castigar o premiar.
Diversos autores atribuyen que fue en la Dinastía II, en Egipto, cuando apareció Ra, el primer dios moralizante, Dios del Sol y a partir de ahí surgieron cientos de figuras mitológicas, creaciones divinas, esquemas religiosos y filosóficos que le han dado a la humanidad la esperanza de creer en algo o en alguien.
Pero así como el hombre se acercó a un dios, también se aleja permanentemente de él; cuando lo necesita, vuelve; cuando ha solucionado sus problemas, lo abandona y así sucesivamente.
Es la cultura de estar en paz. Acercarse a un dios, a su dios, es la forma de entregarle todos sus problemas y descansar en Él para sentirse protegido. El hombre lo hace, cuando ya no tiene control de una situación y requiere de ayuda superior. El poder de la oración, desde épocas primitivas, se considera la petición más cercana a resolver lo imposible: pedir y orar por la lluvia, porque termine la sequía, el hambre… pedir por la salud, la economía, la seguridad.
Cuando el hombre ya no pudo con sus problemas, entonces acudió a su dios -y así lo sigue haciendo-, porque prefirió ser un prisionero de la esperanza que sentarse a que llegaran las soluciones sin ayuda de nada o de nadie. ¿Y por qué me refiero a este tema hoy?
Porque en los últimos dos años, a raíz de esta pandemia que azotó al mundo entero, el poder de la oración se convirtió en la única esperanza, el único refugio, la más sincera de las peticiones; he visto mujeres, hombres, niños, adolescentes, profesionistas, amas de casa, padres de familia, hijos, hijas, aferrarse a un ser superior, a entregarle su pena, sus lágrimas y su desconsuelo.
He visto la forma más dolorosa de perder a un ser amado y vi, sin equivocarme, cómo el hombre moderno quiso reencontrarse con su dios, para volver a ser un prisionero de la esperanza, como debe ser.
Pero en los últimos siete días, este poder de la oración se hizo viral. Sí: viral y no me refiero sólo a las redes sociales, sino a verdaderos actos de contrición en templos o fuera de ellos, en los hogares, en los grupos de redes telefónicas… le gente está orando por los enfermos, por los médicos, las enfermeras y el personal de apoyo de clínicas y hospitales.
Volvimos a creer en que hay un ser superior que puede resolver este problema de salud en el mundo, porque nosotros no fuimos capaces de hacer la parte que nos corresponde: cuidarnos y cuidar a los demás. Estamos frente a una humanidad moderna y digitalizada que, como en los tiempos antiguos, tiene que aferrarse al poder de la oración. Y el proverbio popular “Ayúdate que yo te ayudaré”, hoy más que nunca tiene un significado importante.
Por cierto, esa frase se originó en la Antigua Grecia, ilustrada en algunas fábulas de Esopo -siglo VII A.C.- ¿Alguna coincidencia con lo que sucede hoy?